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「𝐋𝐚 𝐂𝐨𝐬𝐞𝐜𝐡𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐋𝐮𝐧𝐚」

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Favor de no leer si eres sensible

a temas de sangre o cosas parecidas,

no sé que consumí para escribir esto.

El bosque nevado que se encontraba

en silencio, roto solo por el susurro

del viento y el murmullo de la nieve bajo

pisadas pesadas de unas criaturas.

La luna llena había ascendido, y con

ella, los cazadores nocturnos tomaban

presencia con facilidad.

No eran hombres. Eran algo más.

Criaturas esqueléticas cubiertas de piel

oscura y desgarrada, con ojos hundidos

y brillantes como brasas moribundas.

La maldición de la cara nunca vista de

la Luna, su "lado oscuro" latía en sus

cuerpos deformes, despertándolos cada

plenilunio con un hambre insaciable.

Y su presa siempre era la misma.

Conejos blancos.

El pelaje de aquellas criaturas pequeñas

eran blancas como la luz emitida por

la Luna, con ojos que reflejaban su

resplandor como pequeños espejos.

Pero su pureza no los salvaba.

Era su condena durante cada luna llena.

Las bestias, guiadas por sus instintos,

no tardaron en localizar a aquellas

criaturas de suerte dudosa. Llegaron

a la madriguera cuidando cada uno de

sus pasos, silenciosos, más que la brisa

que se percibía aquella noche. Sus cuerpos

destruidos parecidos sombras causadas

por las ramas de los árboles desnudos de

invierno tomaban su primer movimiento,

un ataque, un zarpazo rápido a una criatura.

El conejo chilló cuando sus patas traseras

fueron arrancadas en un instante, dejando

un rastro de sangre caliente sobre la

nieve helada. No murió al instante,

intentaba escapar a como su cuerpo

le permitía, pero para cuando se percató,

la bestia lo sostuvo en alto, disfrutando

de su agonía, dejando que la sangre

cayera lentamente y bebiendo de la misma,

sin importar la lucha de aquella criatura,

era inútil, al poco tiempo la sangre perdida

logró su cometido, aquella criatura dejó

de luchar, ya que al igual que su vida,

ambas terminaron.

Otro cazador atrapó a dos crías que

intentaban huir. Aquel cazador

simplemente emitió algo similar a una

risa, un sonido de una voz rasposa, parecía

disfrutar aquel juego cruel, esos sonidos

que no pertenecía a ningún ser vivo

trataban de llegar a las criaturas

antes de empezar a jugar con ellos.

Uno de los lobos abrió la mandíbula

de tal manera que incluso parecía rota,

dejó que una de las crías corriera

dentro, solo para morder con un

chasquido y sentir cómo su pequeño

cuerpo se retorcía dentro de su boca

antes de dejar de moverse.

El otro fue dejado en la nieve, con la

columna destrozada pero manteniéndolo

con vida, el sonido de dolor de aquella

criatura hacía un ligero eco entre los

árboles. Lo empujaron con sus garras,

mirándolo retorcerse. No tenían prisa.

La cacería ya no era por hambre. Era por

una simple y absurda diversión.

Uno de los cazadores alzó la vista hacia

la Luna, su supuesto origen, y sonrió con

aquellos dientes afilados que la misma

Luna, o parte de ella le habría brindado

hace ya tanto tiempo.

—Nos hiciste así. Esto es lo que somos.—

La Luna no respondió.

Pero algo cambió en el aire.

El viento dejó de soplar. El bosque

contuvo el aliento. La nieve brilló con

un tono que parecía bastante inusual.

Los cazadores se percataron que la

luz emitida por la Luna había cambiado.

Uno de ellos intentó moverse, pero su

cuerpo se sintió pesado, como si la gravedad

misma lo aplastara. La Luna, tan grande y

distante, ahora parecía arder en el cielo

con un fulgor rojo. Ya no los miraba como

sus hijos. Los miraba como errores.

Comenzó el castigo.

Sus cuerpos se torcieron, sus huesos

se fracturaron hacia dentro, perforándolos

desde adentro. Sus garras se alargaron

hasta convertirse en estacas que se

clavaron en sus propios pechos.

Sus colmillos crecieron hasta atravesar

sus mandíbulas y aún después de eso

no parecía detenerse el crecimiento,

todo en ellos parecía volverse en su

contra, los estómagos de muchos

explotaban y los restos de conejos

quedaban en el suelo, aún sin terminar

de ser digeridos.

El más fuerte intentó huir, pero su piel

comenzó a pudrirse a cada paso que daba.

Uno cayó de rodillas, suplicando y gimiendo

con un aliento que nunca había usado

para otra cosa que no fuera asesinar.

La Luna nuevamente sin soltar respuesta

alguna, parecía que lo miraba, o al menos

una luz sobre él se volvía más intensa.

Y su cuerpo colapsó en un montón de ceniza.

Los demás lo siguieron, consumidos por

la misma oscuridad que una vez los

había creado y ahora los había abandonado.

El último de ellos, entre espasmos, miraba

a los conejos, parecían reunirse en silencio.

No huían.

Solo observaban.

Sus ojos reflejaban la luz de la Luna.

Siempre lo habían hecho. Pero ahora,

en ellos, había algo más. Justicia.

El viento parecía volver a la normalidad.

Cuando la Luna descendió en el

horizonte, no quedó rastro de los

cazadores. Solo el silencio, la nieve

manchada de aquellos tonos rojizos...

Y los conejos, que regresaron a sus

madrigueras como si nunca hubieran

tenido que recordarles a los hombres

que la Luna siempre observa.

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